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Filosofía

Libertad, Identidad y Reconocimiento: Una relación compleja y contradictoria.

Libertad, Identidad y Reconocimiento: Una relación compleja y contradictoria.
Dionisio Zabaleta Solís

El presente ensayo tiene por objeto analizar la relación entre las nociones de libertad, identidad y reconocimiento en el debate filosófico-político moderno. Esta tarea resulta particularmente compleja debido a las diferentes connotaciones que se le han dado a los conceptos que se pretenden analizar, particularmente el de libertad. Para dar orden a la discusión, a lo largo del texto se hará una división en relación a dos concepciones distintas de libertad y sus implicaciones sobre la identidad y el reconocimiento: en primer lugar, se retomará una postura clásica a favor de la libertad negativa[1], articulada a partir del trabajo de John Stuart Mill (2006) Sobre la libertad; en segundo lugar, una argumentación centrada en la idea de libertad positiva o de igualdad de dignidad, fundamentada a partir de los escritos de Jean-Jacques Rousseau (2001 y 2005). Por último, vale la pena señalar que el análisis aquí propuesto se complementará con las discusiones de Charles Taylor (1997) en relación al tema de la identidad y el reconocimiento. A lo largo del escrito se harán algunas referencias a la novela Himno de Ayn Rand (2006), así como a una selección de capítulos de El Manantial (2004) de la misma autora.

Con base en la estructura antes propuesta, se pretende desarrollar el argumento de que dependiendo de la noción de libertad a la que se aluda vendrán asociadas ciertas implicaciones en relación a la identidad. Así las cosas, si se parte de una postura eminentemente negativa de la libertad, como en el caso de Mill (2006), la identidad, la originalidad se convierten en factores definitorios de la naturaleza de los individuos; mientras que si se sostiene una posición positiva de la libertad, como en Rousseau (2001, 2005), la identidad y la diferencia se erigen como contrasentidos a la misma libertad y a la voluntad general de la que emana dicha libertad o, en el mejor de los casos, termina por ser absorbida por el cuerpo social. Finalmente, retomando el argumento de Berlin (2004) en relación a la libertad como la búsqueda de status, se puede discutir que no existe una relación directa entre este último concepto y el reconocimiento debido a que parten de concepciones valorativas distintas.

I

Charles Taylor (1997) señala que en la actualidad existe una creciente presión política para reconocer la diferencia de distintos grupos culturales con identidad propia. De acuerdo con este autor, estos reclamos surgen de una idea moderna en la que se concibe que un elemento fundamental en la construcción de la identidad, entendida “como una comprensión de quiénes somos, de nuestras características definitorias fundamentales como seres humanos” [Taylor, 1997: 293], es el reconocimiento que se da por parte de los otros de la singularidad y la valía de dichos grupos o individuos diferentes. En este sentido, los procesos de desmantelamiento de las sociedades estamentales (fundadas en el honor y los privilegios) y el fortalecimiento de una visión individualizada de la identidad, particularmente a partir del siglo XVIII, con base en nociones como la autenticidad y la originalidad de cada individuo fortalecieron la relación contemporánea entre identidad y reconocimiento.

A pesar de lo anterior, persiste un debate filosófico en el cual no se logra definir si dicho reconocimiento debe partir de una visión eminente diferenciadora que permita maximizar la delimitación de la propia identidad individual o, si por el contrario, si debe tomarse como punto de partida una posición centrada en la igualdad universal de la dignidad humana a partir de la cual simplemente se reconozca cierta reciprocidad equilibrada entre todos los individuos que mitigue las desigualdades naturales. Desde mi punto de vista este debate, hasta cierto punto irreconciliable, supone dos concepciones distintas de libertad, lo cual conlleva a implicaciones divergentes de la relación entre identidad y reconocimiento.

La primera postura, nombrada por Taylor (1997) como la política de la diferencia, claramente parte de una posición negativa de libertad entendida como el “ámbito en el que uno puede actuar sin ser obstaculizado por otros” (Berlin, 2004: 220), ya que la definición misma del individuo y de sus elementos constitutivos, o de identidad, se encuentran en función de que el hombre no esté coaccionado por ningún medio para la realización de sus fines privados e individuales, siempre y cuando no afecte la libertad de otros. Un claro representante de esta postura, John Stuart Mill (2006), considera que el reconocimiento de esta libertad como no-obstaculización es un elemento fundamental en la afirmación de la individualidad y la originalidad humana.

Esta concepción de libertad se opone enérgicamente al encapsulamiento acrítico de los individuos en las tradiciones y costumbres imperantes, ya que restringen la capacidad creativa y la espontaneidad inherente a la naturaleza humana. Una adecuación perfecta de los comportamientos a la costumbre no implicaría ningún tipo de excelencia en el comportamiento, ya que significaría una simple repetición ad infinitum de convenciones que no necesariamente fortalecen el carácter y el criterio individual. Si bien es cierto que Mill (2006) afirma que tampoco es posible suponer individuos que forjen su personalidad en la nada, y por lo cual la experiencia producida por las costumbres puede ser de utilidad, en última instancia, todo depende de la forma en la que el sujeto maduro decida concebir, interpretar y utilizar dicha experiencia para su beneficio. Al respecto Mill (2006) es muy enfático cuando señala que:

“[l]a naturaleza humana no es una máquina que haya que construir de acuerdo con un modelo y que se ajuste para que haga el trabajo que se le prescribe, sino un árbol que necesita crecer por todos lados, de acuerdo con la tendencia de las fuerzas internas que hacen que una cosa viviente” (96).

Así las cosas, esta posición hace una defensa denodada de una libertad individual basada en la no-intromisión de los demás (siempre y cuando el individuo no afecte los intereses y la libertad de terceros) y en la que los principios de autenticidad y originalidad se convierten en pilares fundamentales de la existencia humana. En este sentido, la relación entre esta concepción de libertad y la noción de identidad resulta bastante clara: si se parte de la idea de que la libertad es un atributo individual y que potencia la originalidad y la autenticidad (la medida propia de cada individuo) es posible pensar en una relación positiva entre mayores márgenes de libertad negativa (derechos y libertades individuales) y un fortalecimiento de la identidad (esto es, de rasgos propios) individual. Un representante por excelencia de esta posición liberal sería, sin lugar a dudas, Howard Roark, personaje de la novela El Manantial de Ayn Rand (2004).

Howard Roark puede caracterizarse como el arquetipo del individuo que goza de una libertad negativa plena: sin restricciones externas para aplicar su creatividad y sin ataduras claras al conformismo provocado por la costumbre, las convenciones y el altruismo. Incluso desde una postura extrema, Roark considera que cualquier definición del ‘bien común’ es la justificación de toda tiranía y es el medio más eficaz para coartar la libertad individual. El grado de desapego de este individuo en relación con los demás (que incluso podría considerarse como un respeto indiferente) llega a un punto tal cuando enfatiza que: “[e]l único bien que los hombres pueden darse recíprocamente y la única declaración de su correcta declaración es: ‘Déjenme en paz’” (666).

Si bien es cierto que Roark defiende a ultranza su libertad y asume su identidad de creador, este personaje nos muestra uno de los posibles riesgos si se lleva la liberal al extremo: la incapacidad de encontrar en los demás una fuente importante de reconocimiento y de fortalecimiento de la identidad propia. En el alegato que presenta durante el juicio, Roark reiteradamente desdeña la importancia de los demás individuos como sujetos significativos (“la independencia es la regla para evaluar la virtud y el valor humano” (Rand, 2004: 665), “[e]l verdadero egoísta […] [n]o está interesado en ellos [los otros] en ningún aspecto fundamental” (Rand, 2004: 665), por citar algunos ejemplos) y asume una postura centrada exclusivamente en el yo. En opinión de Taylor (1997), si bien el discurso de la identidad y del reconocimiento tiene un fuerte componente individualista, “no hay algo así como una generación interior monológicamente entendida” (299). De acuerdo con este autor para poder identificar la relación entre estos dos conceptos es necesario asumir el rasgo dialógico de la condición humana.

Así las cosas, solamente es posible hablar de individuos plenamente desarrollados y con identidad propia en la medida que establecen contacto y entablan diálogos con los demás. Esta relación nos permite adquirir lenguajes, símbolos y visiones compartidas que nos identifican y que nos diferencian del resto del mundo. En este sentido, y como Taylor (1997) enfatiza, “[l]as personas no adquieren por sí mismas los lenguajes necesarios para su autodefinición” (299), sino que se definen a partir del diálogo (convergente o divergente) por medio del cual los otros significativos reconocen efectivamente lo que somos o lo que quieren ver en nosotros. Así, por más que Howard Roark intente defender una libertad individual y, con base en ésta, bosquejar su identidad, aquélla será incapaz de establecer un contacto fundamental con los demás que le permita retroalimentar y fortalecer la definición de su propia naturaleza.

En síntesis, si bien es cierto que esta postura de libertad negativa rescata aspectos fundamentales del entramado constitutivo de la identidad (como la originalidad y la autenticidad individual), es débil al momento de fundamentar la relación entre ‘yo’ y los ‘otros’ como mecanismo central en la definición de la identidad y en el proceso de reconocimiento de la diferencia. En el mejor de los casos esta postura termina suponiendo un arquetipo de individuos respetuosos de la libertad de los demás (principio esencial de la filosofía de Mill (2006), pero indiferentes a la situación y la identidad de cualquier otra persona.

II

A contracorriente de la postura liberal, hay una segunda línea de pensamiento en relación a la identidad y el reconocimiento que insiste en la posibilidad de alcanzar una igualdad de dignidad universal basada en el respeto recíproco entre individuos, a partir de ciertos derechos o convenciones compartidas socialmente (Taylor, 1997). Esta posición asume una concepción completamente diferente a la libertad negativa de la política de la diferencia, ya que no necesariamente se reconocen las potencialidades internas de los individuos, sino la medida en la que éstos son capaces de establecer relaciones de reciprocidad equilibradas que mitiguen las desigualdades naturales entre los hombres. Esta visión, que se puede asociar al pensamiento de Rousseau (2001, 2005), se podría catalogar, en términos de Berlin (2004), como de libertad positiva. De acuerdo con este último autor, la libertad positiva responde a la pregunta “qué o quién es la causa de control o interferencia que puede determinar que alguien haga o sea una cosa u otra” (220).

Si se parte del planteamiento rousseauniano, la respuesta a la pregunta anterior es bastante directa: la soberanía (o voluntad general) generada a partir de un contrato social original es el mecanismo de control por excelencia del individuo (Rousseau, 2001). En opinión de este filósofo, al momento que los individuos comienzan a vivir en sociedad, y abandonan su estado de naturaleza donde gozan de una libertad irrestricta, “el hombre pierde su libertad natural y derecho ilimitado a cuanto desee […] ganando, en cambio, la libertad civil y la propiedad de lo que posee” (Rousseau, 2001: 61). Este proceso de intercambio de libertades se origina ante la necesidad de encontrar una fórmula de asociación que defienda, con base en cierto interés común, la integridad y la propiedad de cada asociado (Rousseau, 2001) y, más importante aún, que mitigue las desigualdades naturales y en talentos entre todos los hombres[2] (Rousseau, 2005). En síntesis, este acuerdo fundacional busca: “la alienación total de cada asociado con sus innegables derechos a toda la comunidad” (Rousseau, 2001: 55).

Así la cosas, el precio que tiene que pagar el individuo por vivir en sociedad es ajustarse a la voluntad de todos, a cambio de un conjunto de derechos universales, los cuales sientan la base de una visión de libertad-en-la-igualdad (Taylor, 1997) que corta de tajo con cualquier diferencia entre todos los seres humanos. Por otra parte, el cuerpo soberano producido a partir de este pacto puede garantizar dicho status de igualdad y exigir a los individuos el cumplimiento del acuerdo. En uno de los pasajes más reveladores de El Contrato Social se encuentra que:

“A fin de que este pacto social no resulte una fórmula vana, encierra tácitamente un compromiso que por sí sólo puede dar fuerza a los otros, de que cualquiera que rehúse obedecer la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo, lo cual no significa otra cosa que se le obligará a ser libre” (Rousseau, 2001: 59).

A partir de esta idea se entiende como desde esta posición republicana, la libertad no radica en rasgos propios de los individuos (como enfatizan los liberales), sino en el control de dichos impulsos (que para Rousseau [2001] conducen a la esclavitud) y en la obediencia irrestricta a la ley, esto es, al marco creado para garantizar la igualación entre los hombres. Por medio de esta fórmula positiva de libertad, el individuo es capaz de alcanzar su autorrealización y además, de acuerdo con Berlin (2004):

“esta entidad [construida por la voluntad general] se identifica entonces como el ‘verdadero’ yo, que imponiendo su única voluntad colectiva u ‘orgánica’ a sus recalcitrantes ‘miembros’ logra la suya propia y, por tanto, una libertad ‘superior’ para estos individuos” (233).

¿Cuáles son las implicaciones de esta concepción de la libertad en relación a la identidad y el reconocimiento? De acuerdo con Taylor (1997), la visión de la dignidad individual universal es incapaz de establecer una identidad propia de los individuos (y, por lo tanto, su reconocimiento como diferentes) debido a que, por la naturaleza del acuerdo original y el establecimiento de un principio universalista, la referencia de identidad de estos hombres se remitirá exclusivamente a la voluntad general y a la función específica que dicha voluntad tiene prevista para ellos. En opinión de Taylor (1997) “la clave para una política libre parece ser; para Rousseau, una rigurosa exclusión de cualquier diferenciación de roles” (314). En este sentido, cualquier relación entre individuos libres sólo es factible en la medida que ambos sujetos sean idénticos. Un último elemento que coarta la posibilidad de identidad de esta postura rousseauniana es la existencia de un propósito común claramente definido y delimitado el cual, al final del día, restringe cualquier posibilidad de expresión original o autentica de los individuos.

A partir de esto, cobra sentido el reclamo que se hacen a esta posición de libertad positiva como promotoras de una visión homogénea de la sociedad, así como su incapacidad para reconocer la identidad y la diferencia de los individuos. Si se retoma la obra literaria de Ayn Rand (2006) es posible reconocer a la sociedad descrita en Himno como el arquetipo del proyecto rousseauniano de igualación. El cuadro bosquejado por Rand (2006) en Himno es el de una sociedad completamente homogénea y orientada por cierto interés común, y donde incluso la palabra ‘yo’ ha desaparecido del vocabulario corriente. La frase del Consejo Mundial resume claramente esta visión colectivizada: “Somos uno en todos y todos en uno. No hay hombres sino sólo el gran nosotros, uno, indivisible y para siempre” (Rand, 2004: 29). En este sentido resulta bastante claro como al aludir al interés general, el individuo pierde por completo su capacidad de decisión individual y autónoma en cada aspecto de su vida (elección profesional, establecimiento de relaciones personales, etcétera), además de que la posibilidad de creación y originalidad propia queda completamente censurada por la tiranía de la unanimidad (como se observa en el caso de los avances tecnológicos).

Esta postura muy radical vaticina un mundo estancado científica y éticamente ya que, de acuerdo a Rand, los motores para el avance de la sociedad se encuentran precisamente en la capacidad de creación y de reconocimiento de la originalidad de los individuos. Así las cosas, una sociedad completamente colectivizada será, para la autora, un mundo de sombras y mediocridad. La disidencia de pensamiento es censurada y aún en el caso de que suceda (como ocurrió con Igualdad 7-2521) su única opción es escapar de dicha sociedad y vivir por sus propios medios. Sólo así, en opinión de Rand, es posible encontrar la identidad perdida, a pesar de que (al igual que en el caso liberal) el reconocimiento de dichos elementos definitorios permanezcan exclusivamente en el fuero interno del individuo.

Más allá del bosquejo del ideal rousseauniano, Himno muestra uno de los posibles riesgos extremos de esta visión igualitaria y colectivizada, a saber, el control en manos de muy pocos del interés general y, por ende, del poder. Si bien es cierto que Rousseau critica la concentración del poder en pocas personas (“no habría ningún superior que pudiera dirigir entre ellos y el público, cada cual, siendo hasta cierto punto su propio juez, pretendería en seguida serlo en todo; en consecuencia […] la asociación convertiríase fatalmente en tiránica e inútil” [Rousseau, 2001: 55]) es muy fácil deslizarse hacia una postura del interés general a un escenario de despotismo como el que se plantea en Himno a partir del argumento de la racionalidad.

Como atinadamente señala Isaiah Berlin (2004) el argumento colectivista (de libertad positiva) en muchas ocasiones se ha escudado en argumentos racionalistas que parten de la premisa de que la única forma de autorrealización individual es por medio del control de las pasiones y el reconocimiento racional de cómo son las cosas en el mundo. A partir de esta idea (que de entrada reconoce cierta capacidad de los individuos para asir autónomamente la realidad) es muy fácil pasar a la justificación del control por parte de unos cuantos, ya que si todos en principio son capaces de reconocer lo bueno con base en la razón, pero ésta no se encuentra adecuadamente instruida; la tarea de definir los objetivos posibles y deseables puede recaer en unos cuantos iluminados que transformen dichos ideales en reglas y convenciones. La trampa de esta doctrina de la liberación por la razón radica en que en muchas ocasiones dicha interpretación parte solamente de los intereses de esos pocos (y no del ilusorio interés general racional) por lo cual los individuos terminan aprisionados por una voluntad que no necesariamente es válida. Haciendo el parangón con Himno resulta claro observar esta falacia al momento que se observa cómo sólo un grupo selecto de individuos (agrupados en los distintos Consejos) son los que interpretan y definen la realidad transformándola artificialmente en la voluntad general. Así las cosas, esta visión de igualdad de dignidad fundada en la voluntad general no sólo atentarían en contra de cierta identidad individual, sino que podría terminar, llevando el argumento al extremo, por asfixiar a los individuos en un régimen controlado por unos pocos.

III

A lo largo de este ensayo se ha buscado analizar los vínculos entre libertad, identidad y reconocimiento, retomando dos acepciones modernas del primer concepto: libertad negativa y positiva. En el desarrollo de la argumentación se puede sostener que dependiendo de la concepción libertad que se tome las implicaciones en relación a la identidad varían: en el caso de la libertad negativa se resaltan a aquellos rasgos definitorios de los individuos como tales y se subrayan aspectos como la originalidad y la autenticidad; mientras que si se recupera una visión positiva de la libertad, se rescatan aquellos elementos de identidad que comparten los individuos como miembros (o asociados) de cierta comunidad política. En este sentido se puede sostener que ninguna de las dos posiciones acerca de la libertad por sí sola puede captar en plenitud los rasgos constitutivos de la identidad. Más bien lo que sucede es que es una combinación entre la igualdad de dignidad y la política de la diferencia la que terminaría por definir completamente dicha identidad.

Sin embargo, como señala Taylor (1997) precisamente es en el equilibrio (o en la tensión) de estos dos conceptos donde radica la disputa actual entorno a las políticas de reconocimiento: generalmente, aquellos grupos que buscan afirmar su identidad parten de una posición diferenciadora extrema (aunque no necesariamente con un discurso de libertades) a partir de la cual buscan establecer una ‘situación especial’ en relación a los demás. Como se indicó con anterioridad, esta postura, si bien es capaz de reconocer la identidad de los individuos, puede fallar al momento de establecer el reconocimiento, ya que se podría caer en un escenario de “respeto indiferente” en el cual se tolera la autenticidad de ‘los otros’, pero sin un diálogo entre grupos que, al final del día, puede ser altamente corrosiva de los cimientos de la comunidad política en su conjunto. Por otra parte, y como ya se señaló, una visión igualitaria y homogeneizadora in extremis puede limitar la construcción de la identidad de los individuos como sujetos autónomos. Así las cosas, y como primera conclusión de este ensayo, se puede enfatizar que la relación entre libertad e identidad es compleja y solamente puede ser entendida a cabalidad en aquellas sociedades donde se reconocen claramente ciertos espacios de libertad negativa y positiva al mismo tiempo. El balance justo es incierto, pero resulta claro que sin en este equilibrio el individuo es incapaz de definirse y enmarcarse como agente autónomo (la afirmación del yo) y como miembro de una comunidad con la que comparte cierto lenguaje, significados y símbolos culturales (la afirmación del yo en su relación con los otros).

Sin embargo, queda una cuestión por resolver, a saber, ¿existe una relación formal entre estas visiones de la libertad y el reconocimiento? En mi opinión, y siguiendo la argumentación de Berlin (2004) considero que no es posible hablar de una relación directa entre estos dos conceptos, a pesar de que pudiera existir cierto puente de conexión a través de la identidad. Como señala Berlin (2004) en muchas ocasiones se confunde la falta de reconocimiento (esto es, que se identifique claramente quién soy a los ojos de los demás) con cierta falta de libertad. Sin embargo, y sobre todo hablando de los reclamos de reconocimiento contemporáneos:

“lo que piden las clases o las nacionalidades oprimidas no es simplemente libertad de acción no coartada para sus miembros, ni, sobre todo, igualdad de oportunidades sociales o económicas, ni menos aún el que se les asigne un lugar en un estado orgánico y carente de fricciones, ideado por un legislador racional. Lo que quieren, por regla general, es simplemente que se les reconozca […] como fuente independiente de actividad humana, como entidad con voluntad propia que intenta obrar de acuerdo con ella […] y no ser gobernados, educados o guiados como si no fueran completamente humanos”. (Berlin, 2004: 262).

Así las cosas, el reclamo de reconocimiento se orienta en contra de cierto paternalismo despótico que niega la posibilidad de realización de mis propios fines como miembro de cierta comunidad. Sin embargo, y como también señala Berlin (2004):

“no es con la libertad individual, tanto en el sentido negativo de esta palabra como en el positivo, con la que puede identificarse este deseo de status y reconocimiento. En con algo que los seres humanos necesitan no menos profundamente y por lo que luchan de manera apasionada, algo emparentado con la libertad, pero no la libertad misma […] la solidaridad, la fraternidad, el mutuo entendimiento, la necesidad de asociación en igualdad de condiciones” (Berlin, 2004: 263 y s.).

Con base en esto, puede identificarse una importante diferencia de grado entre ambos conceptos: mientras que, por una parte, la libertad tiene como esencia permitir al individuo la no-obstaculización de sus actos (en el sentido negativo) la búsqueda de reconocimiento, por otra parte, tiene un vínculo mucho más preciso de unión y entendimiento mutuo con aquellos con los que comparto ciertos rasgos distintivos. Así, es posible hablar de un vínculo entre libertad e identidad y entre reconocimiento e identidad, sin embargo, el puente final entre libertad y reconocimiento se obscurece ante la concepción valorativa claramente diferente de ambas nociones. Como concluye Berlin (2004) es falaz vincular el deseo de libertad con los reclamos de reconocimiento (que en cierta medida pueden decir que los libera) aunque se sometan a la autoridad del peor déspota.

Esto último hace un eco importante si se contrasta con el caso de Quebec presentado por Taylor (1997). En el fondo, lo que los representantes de esta provincia canadiense, y algunos grupos aborígenes, buscaban en los acuerdos de Meech Lake no era que se estableciera un cierto catálogo de derechos negativos igualitarios en la constitución (lo que al final equilibraría la visión negativa y positiva de la libertad), sino que pretendían la denominación de una sociedad distinta a partir de la cual ellos pudieran establecer sus propias reglas, ya sean discriminadoras o no[3]. Así, en el corazón del debate en relación al reconocimiento no necesariamente persiste un debate de libertades sino más bien “el hecho de que la supervivencia y el desarrollo de la cultura […] es un bien” (Taylor, 1997: 321). En este sentido, y como también señala Taylor, al final del día, lo que se busca por medio de las políticas de reconocimiento por parte de los grupos oprimidos es el de garantizar un mínimo de miembros que aseguren la perpetuación cultural. En este sentido, las libertades pueden contraponerse al deseo de reconocimiento y supervivencia, y dependen, sustancialmente, no de visiones de derechos o incluso a posiciones liberales procedimentales sino a cuestiones más profundas basadas en “juicios sobre los elementos propios [de identidad] de una buena vida, juicios en los que la integridad de las culturas juega un papel importante” (Taylor, 1997: 324).

En conclusión, si bien se puede sostener con base en la argumentación de este ensayo que existe una relación entre libertad (tanto negativa y positiva) con la identidad y que, de acuerdo a Taylor (1997) existe una vinculación eminentemente moderna entre identidad y reconocimiento, no es posible completar el círculo y señalar que hay una conexión de sentido entre la libertad y los discursos del reconocimiento. En esencia, el primer concepto alude, desde sus dos acepciones principales, a la capacidad del individuo a no ser impedido en su actividad o, por el contrario, a su autorrealización mediada por ciertos controles políticos, sociales y legales; mientras que la noción de reconocimiento, como insisten Taylor (1997) y Berlin (2004) alude principalmente a la fraternidad, la justicia y a la supervivencia de ciertos elementos de identidad que se consideran valiosos y que no necesariamente se vinculan a alguna de las dos acepciones de libertad.


Bibliografía


Berlin, Isaiah (2004) “Dos Conceptos de Libertad” en Cuatro Ensayos sobre la Libertad. Madrid. Alianza Editorial. pp. 215 – 280.

Mill, John Stuart (2006) Sobre la Libertad. México. Gernika. [Particularmente el capítulo tercero]

Rand, Ayn (2004) El Manantial. Buenos Aires. Grito Sagrado Editorial. [Exclusivamente la Introducción y los capítulos XIV y XVIII].

_________ (2006) Himno. Buenos Aires. Grito Sagrado Editorial.

Rousseau, Jean-Jacques (2001) El Contrato Social. México. Edaf.

___________________ (2004) Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres y otros escritos. Madrid. Tecnos.

Starobinski, Jean (2003) “A Letter from Jean-Jacques Rousseau” en The New York Review. 15 de mayo de 2003.

Taylor, Charles (1997) “La política del reconocimiento” en Argumentos Filosóficos. Barcelona. Paidos. pp. 293 – 334.



[1] Para los motivos de este ensayo se recupera la diferenciación propuesta por Isaiah Berlin (2004) entre libertad negativa y positiva en su ensayo Dos Conceptos de Libertad. La primera acepción responde, en términos muy generales, a la pregunta “cuál es el ámbito en que al sujeto – una persona o un grupo de personas – se le deja o se le debe dejar hacer o ser lo que es capaz de hacer, sin que en ello interfieran otras personas” (p. 220), mientras que la segunda connotación responde a la pregunta “qué o quién es la causa de control o interferencia que puede determinar que alguien haga o sea una cosa u otra” (p. 220).

[2] Como señala Rousseau (2001) en un pasaje del Contrato Social: “en vez de destruir la igualdad natural, el pacto fundamental sustituye por el contrario una igualdad moral y legítima a la desigualdad física que la naturaleza había establecido entre los hombre, los cuales, pudiendo ser diferentes en fuerza o en talento, vienen a ser todos iguales por convención y derecho” (65)

[3] Baste el ejemplo presentado por Taylor (1997) sobre las regulaciones aprobadas en Quebec en las que se establecían ciertas prácticas discriminatorias, contrarias a cualquier concepción de libertad, por medio de las cuales se restringía la selección individual de escuelas públicos para canadienses no-francófonos, así como las obligaciones de rotulación mercantil en empresas mayores a 50 empleados.